martes, 19 de septiembre de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. XIV

EL PADRE HIDALGO


-El padre Hidalgo a venido Mario.- Gracias María. Mario debes decírselo a Clara. Tienes razón ha llegado la hora. Mario se dirigió lentamente a la choza donde estaba Clara. Habían pasado tres semanas, y ella ya estaba totalmente recuperada. A Mario les temblaban las manos. No existe frontera para la verdad y la mentira en las tierras de Campeche, se decía a sí mismo, en modo de reflexión. Su sentimiento de culpabilidad era palpable y él lo sabía. Se quitó el sombrero de la cabeza, para poder agacharla y mirar así hacia el suelo. Su aspecto raído por la aridez del sufrimiento de su pueblo, no degradaba su forma de caminar y su manera de exhalar. 

Se acercó a Clara y le dio un beso cariñoso en el cuello. A Clara le pilló por sorpresa ese gesto cariñoso. Nadie es impasible al calor de la caricia de otro ser. Se queda registrado en las huellas de nuestra memoria, y tarde o temprano como cuerpo inerte por estar inconsciente, emerge de su propia laguna. Clara recordó las caricias de su propio padre, por un momento quedó confundida, cerró los ojos, para tansformar cada beso de Mario en el recuerdo del lecho de Rodrigo. No le disgustó, es más, le indujo con el movimiento de su cintura, que no cesara en ese propósito de buscar por el camino del beso su perdón. 

-Clara, ven conmigo, tengo que enseñarte algo.- ¿De qué se trata Mario? Ven y no digas nada. Se dirigieron hacia el anclaje de una antigua mina abandonada de oro. El sonido de los pasos de Mario pesaban en la conciencia de Clara y no encontraba razón alguna a esa extraña sensación, pero no dejaba de sorprenderse, por la diligencia de sus manos, que intentaban buscar la complicidad de Mario, en el compás de sus pasos. La unísono entraron juntos, avanzando hacia la oscuridad de la mina. De repente notó Clara la presencia de alguien más. Era el Padre Hidalgo. -Por fin nos conocemos Clara. Mario me ha hablado mucho de ti. Como sabrás nos estamos organizando para la revolución. Queremos ser libres. Estamos hartos de pasar hambre y enfermedades. Le hemos dado muchas oportunidades al Rey de España, pero no no hace caso. Ellos están librando su propia batalla. Además necesitamos tu ayuda. Se dirigió hacia Mario, y le dijo: Mario la Iglesia nos apoya, tengo una carta del propio Papa Pío VI, la invasión del Norte de los Estados Pontificios por Napoleón, ha puesto en alerta a Roma en estos territorios. La Iglesia va a empezar a actuar. La Revolución va a comenzar Mario. A la Iglesia le interesa esta lucha. -

Clara, quedó sorprendida, su rostro reflejaba un estado de ánimo de ambivalencia. Ayudar yo ahora, pensaba. Y los criados, y la Hacienda, y Carlos, y Rodrigo. Fuente incombustible de espera era su agonía, y ahora esa espera se convertiría en lucha. 

 -Clara-, dijo Mario. Me consta que Rodrigo ha estado en Pensacola pero ya no sabemos cuál es su actual paradero. Necesitamos tu ayuda para localizarlo. En su poder lleva un documento muy importante. No quiero darte más información, pero si conseguimos ese documento, Estados Unidos apoyará nuestra causa, así como la de Italia. Va a haber una fiesta en Filadelfia. En ella estará la élite de Estados Unidos, ha sido una invención de Jefferson precisamente para intentar recuperar ese documento. Esa fiesta es un fachada. Y nosotros sacaremos provecho. De repente, Clara notó una presión en su falda. Al principio creyó que se trataba de algún animal, un gato o un perro tal vez, pero después se dio cuenta de que se trataban de dedos jugando con los pliegues de su falda. Se dio la vuelta lentamente, y en su soslayo encontró pegada la melena rubia de Lucía.

-¡Lo sabía, Mario. No estaba loca! Lucía vive y está preciosa.- La hemos cuidado bien, no deja de ser la hija de Eulalia. Ella nos trataba bien. Si fuera por el amo, la había matado ya. De todos modos, no te encariñes con ella otra vez. Nunca se sabe lo que puede pasar. Mañana partiremos hacia Filadelfia, quieren que vaya una representación de la sociedad criolla mexicana, como motivo del discurso que Jefferson quiere pronunciar, a favor de la exaltación de los derechos de los hombres. La fiesta es una mera excusa. Si todo sale bien Rodrigo estará allí. Es el único que podrá reconocerte, así que debemos llevar cuidado.

Clara cogió a Lucía, la abrazó con tal fuerza que la niña dejó de respirar por un momento. Clara le susurró al oído a la niña: A partir de ahora, voy a ser tu madre, así que no te preocupes. Sus manos se entrelazaron. Las palpitaciones de sus corazones parecían escucharse a través del eco de la mina. Clara se acercó a Mario, y le preguntó que por qué no se lo había contado antes. Mario le comentó que todavía no estaba seguro de poder contar con ella para aquella misión. Clara no quiso saber más, y se dedicó a besar a la niña. Lucía temblaba de emoción.

Mario se acercó a Clara y en voz baja le dijo: le hemos dicho a Lucía, que Eulalia está en España cuidando de su padre, su abuelo. La niña ha quedado conforme. Gracias por decírmelo Mario. Mantendré la mentira. Pero cómo puede ser que esté viva, le preguntó nuevamente a Mario.

-Clara, nadie lo planeó tan sólo sucedió.- Clara se agachó para proteger a la niña. Di la orden al resto de compañeros para que nos sorprendieran y simularan un atraco, cuando Eulalia me dijo que quería partir a Champotón. No quería que sucediera así. Tan sólo queríamos el dinero, lo necesitábamos para poder comer. Los niños se mueren de hambre aquí arriba en la mina. Y ellos en la Hacienda con sus riquezas... me enfurecí. Y al final se me fue de las manos. No pude controlar mi ira, y lo peor de todo es que esa ira se contagió al resto del grupo. Lucía no estaba muerta como creía Eulalia, tan sólo se desmayó, pero ésta estaba demasiado asustada cómo para esperar allí sola en el carruaje, a que despertara Lucía. Realmente yo también creí al principio que estaba muerta. Eulalia era muy cariñosa conmigo, pero jamás me hubiera tratado como un hombre de verdad, en el fondo me veía como su esclavo. La odiaba, me entiendes la odiaba, porque me trataba bien, y eso me hacía recordar que podía ser un hombre libre, y es eso precisamente lo que más daño me hacía, por la imposibilidad de saber que no podía serlo, hasta que conocí al Padre Hidalgo. Lo entiendes Clara, ella en el fondo era la más cruel, la peor de todos ellos, ¡por tratarme bien, por hacerme creer que yo también tenía derecho a ser como ellos, a sentarme como ellos en una mesa, a vestirme como ellos, a asistir a sus fiestas, a que me hablaran con respeto.! ¡La odiaba, la odiaba! ¡No lo entiendes.! Era la peor de todos por darme esperanzas. La crueldad del tiempo de espera de la esperanza, sin saber realmente que podía existir otra clase de vida para mí, me enfurecía, me enloquecía. Lo peor era cuando tenía que ir y venir de la Hacienda como un perro sucio, para preparar sus fiestas, todos tan elegantes y galantes, y yo, ¡menos que un perro, una basura.! -Mario no me cuentes más- dijo Clara perpleja ante sus palabras. Mario agachó su cabeza y se dirigió sollozando al rincón más oscuro de la mina, como un niño asustado, mojando el rifle que había en sus pies. Clara seguía agachada, protegiendo a la niña, de las palabras de Mario.

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Lalyam ya hemos llegado a Filadelfia. Gracias Claudia

martes, 22 de agosto de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. XIII

RICHMON





Despedí a Patrick en Richmon. Al verlo partir la angustia se apoderó de mí, pues sabía bien, lo que implicaba no estar cerca de él. Debía de ser fuerte y comprender que la vida no se construye al revés, sino en línea recta y bajo los principios de un saber. Saber que iba resucitando en la ilusión de formar un nuevo país. 

La ilusión se reflejaba en las caras de aquellas personas que buscaban pertenecer a una confederación de territorios. Realmente era gente extraordinaria, la mayoría de ellos poseían de una manera innata una humildad perfecta y aclamada. Su humildad era signo de distinción. Conocían bien el viejo continente, muchos de ellos habían salido de esa forma de vida de manera abrupta, porque realmente tenían la creencia de conseguir un mundo mejor que aquél del que procedían. Sus gestos reflejaban el agradecimiento de alguien personas de la condición social más humilde al que se le da la confianza de tener la responsabilidad de crear su propio país. Su ímpetu me desgarraba por dentro. Richmon era un espejo de aquella ilusión. Inés al bajar del carruaje, me preguntó con un acento inglés casi perfecto si aquella ciudad era Filadelfia. Yo le respondí que no, pero que no se preocupara, porque en unos días estaríamos allí. 

Vimos una Iglesia de blanca apariencia solemne, por verse remarcados los capiteles de sus columnas. ¿Qué Iglesia más extraña? Claudio sonrió. Lalyam es el Capititolio. Puse cara de asombró, a la que Claudia respondió. Ya te lo explicaré en otro momento. Por un momento pensé en la etimología de Richmon, y como una niña de quince años, me agaché para contarle mi inquietud a Inés. Inés esta ciudad es importante porque se construyó bajo una luna rica. Tan rica era la luna que prestó una de sus letras a las estrella para que terminaran de darle forma al sol, para poder parecerse así los dos. En ese mismo instante, Claudia rompió el hechizo de estupidez que embriagó todo mi ser, por el entusiasmo que nos produce la insólita ilusión de escenas nuevas que palpan una vida mejor. Lalyam el nombre de Richmon es en honor a uno de los suburbios más conocidos de Inglaterra. Mi cara volvió a reflejar nuevamente el sentimiento férrimo de estupidez. A lo que le respondía a Inés, has visto nunca debes de hacer caso de las apariencias, porque engañan. A lo que respondió Horace, mamá tal vez la luna de Richmon de Inglaterra sea la más rica de todas, porque no es la luna lo que la hace grande en sí, sino la mirada de anhelo de las gentes que la iluminan dentro de su ser esperando una felicidad mayor. Quedé totalmente anonadada e impresionada por aquellas palabras de un niño que acababa de cumplir los nueve años. Bien Horace sigue así, y llegarás a ser un honorable profesor. Claudia sonrió nuevamente. Horace promete Lalyam. Me alegro de haberos conocido.

Pasamos noche en la casa de Elizabeth Arnold. Una vieja amiga de Claudia. La casa había pertenecido a Claudia. La heredó a la edad de cuarenta años tras la muerte de su padre. La madre de Claudia y la madre de Elizabeth se conocieron en Londres. Iban paseando cuando estalló una gran tormenta en Romford, la madre de Claudia, que había contraído nupcias recientemente, iba del brazo de su marido, cuando tras un relámpago comenzó a escuchar unos gritos de niña que procedían de un callejón. Se acercó lentamente al callejón, y conforme se acercaba, sus ojos se llenaban de lágrimas, al observar la pequeña silueta de aquella niña, temblorosa y asustada. Se acercó para arroparla, y fue así como comenzó su amistad. Amistad que se transmitiría de una generación a otra, como uno de los bienes más preciados y codiciados de ambas familias. Elizabeth Arnold era actriz y residía también en Boston. Poseía una compañía propia y viajaba asíduamente con su familia de una ciudad a otra, por lo que al saber de nuestro destino, insistió en acompañarnos en el resto de nuestro viaje, pues tenía que cerrar unas actuaciones en unos teatros de Filadelfia.

Tenían una niña llamada Eliza. Era una adolescente de una educación exquisita. A la edad de nueve años debutó en los escenarios de Boston. Primero salió para recibirnos Elizabeth. Yo iba acompañando a Claudia, mis hijos iban detrás vigilados por Ignacio. Eliza quedó prendada con Ignacio. Tan galante. Tan moreno. Llamaba la atención. Mi padre lo educó en la galantería del gentil hombre español. Aquellas mujeres no estaban acostumbradas a esa clase de tratos. Sus enormes ojos negros y sus ademanes cautivaban a cualquier mujer. El perfecto galante español. No podía ocultarlo. Dieron por hecho que también tenía procedencia anglosajona.

Nos acomodamos en las habitaciones, yo todavía llevaba la pequeña muñeca en mis bolsillos. Mi pequeña. La besé antes de guardarla en el cajón de mi mesita. Íbamos a estar dos días allí, para descansar un poco y después continuar con nuestro viaje. La compañía de Elizabeth nos vendría bien. Claudia me trataba como a una hija. Su mirada, sus gestos denotaban un cariñó inusual, en demasía en ciertas ocasiones, llegando alguna vez a despertar en mí el pudor de la carne.

Se pasaron toda la noche coqueteando Ignacio y Eliza. Me gustaba observarles. Esos primeros contactos con el ingenuo amor temprano, donde un día todo sería tempestad y al siguiente día sería todo serenidad. Emociones en incandescencia, combustión del fuego pasional, para calmar la llamada más natural, la maternidad.

Sabes... ¿cómo te llamas?... Lalyam eso es...en Rychmon queremos mucho a Jefferson. De hecho a comido varias veces en esta casa. Gracias a él existe libertad religiosa en esta ciudad. ¿Lo sabías?. No, no lo sabía. Se acercó al oído de Claudia, y con voz tenue le comentó: he podido observar que en uno de los libros que ha traído Lalyam, habían rezos escritos en castellano. Su acento todavía no es perfecto, no sé si va a poder pasar por uno de nosotros. Claudia le respondió. Sí pasará por uno de nosotros porque es una de nosostras. No te preocupes lo tengo todo bajo control. Su parecido es considerable. Lo sé Elizabeth.

Querida Lalyam, ¿te ha hablado ya de nosotras Claudia? Su voz refutaba un refinamiento cargado de ironía. Hemos formado una organización. Sólo mujeres. Estamos hartas de que nuestros maridos nos digan lo que tenemos que hacer. La señora Pichman, quiere abrir un debate en la próxima fiesta que se va a celebrar precisamente en Filadelfia, para lanzar la carrera a la presidencia de Jefferson, sobre el derecho a voto de la mujer. ¿No es extraordinario querida?. Sí Elizabeth lo es.

Elizabeth calla y ayuda a Lalyam a interpretar su papel, como te comenté en mi carta. Todo a su debido tiempo, Elizabeth. Cuanta más información obtengas mejor. -Sí Claudia. -



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Inmaculada era un ser extraordinario. Su hermano Rodrigo estaba absorto con ella. Después de cumplir ésta los doce años, empezaron a rondarles numerosos pretendientes. Su melena rubia denotaba una distinción especial, que la hacía única. Rodrigo hubiese deseado no ser su hermano, con tal de estar más cerca de ella. Rodrigo temía el castigo de su padre por lo que su sufrimiento se acusaba sólo en aquellas noches, en las que el alba te recuerda con su brisa el melindre dulce de unas caricias robadas a la imaginación más impura. Desde sus diez años sus padres le prohibieron que se quedara durmiendo en el mismo cuarto con su hermana.

La familia de Rodrigo contaba con un buen apellido y una posición privilegiada, que le permitía codearse con total facilidad en las esferas de poder. Los más ilustres caballeros pasaron por la Hacienda "La Dolorosa" en honor a la madre de Rodrigo que se llamaba Dolores. Su casa era un trasiego de gentes procedentes de distintos lugares. 

En una ocasión en 1765, unos meses después de que Inmaculada cumpliera los doce, vino un caballero muy distinguido procedente de Virginia. Mi padre estaba esperando su visita con impaciencia. Al bajar de su caballo cuando llegó al pórtico, lo primero que hizo fue disculparse por su ligero retraso. Mi padre aceptó sus disculpas. Los dos hicieron por entenderse. Ninguno de los dos dominaban bien la lengua del otro. El Conde de Guzmán veía con buenos ojos a aquel joven. 

Vengo a hablarles de la preocupación en la que se desenvuelven nuestras vidas actualmente en las colonias inglesas, los colonos estamos bajo yugo implacable de Jorge III, la situación se está volviendo insostenible, necesitamos ayuda de los españoles. Bien, tu nombre era... Jefferson, Thomas Jefferson, señor. Bien, continuo el Conde, España también está librando sus propias batallas, no sé si podremos ayudarte en tus pretensiones. Creo en la igualdad de los hombres, señor... ¡Ja, Ja,Ja! perdona que te interrumpa, pero cada vez creo menos en la juventud de las palabras, la experiencia me ha llevado a ello, no creas... Mi hijo por ejemplo, anonadado todo el día como niño que es, luchando en aras de una monarquía que tan siquiera él llega a comprender realmente lo que es. ¡Ay! palabras de juventud. No obstante voy a proponerle tus inquietudes a mi Rey. Gracias Señor, me habían hablado muy bien de su talante mediador en esta clase de empresas. Si yo te contara. Quiero presentarte a mi hija, se llama Inmaculada Lucía de Guzmán, domina el francés perfectamente y entiende algo de inglés.

El Conde hizo llamar a Inmaculada inmediatamente, sus ojos empezaban a pernoctar en la ambición de sacar provecho de aquella situación. Se había alejado mucho de Carlos III y esa era una buena oportunidad de volver a retomar el poder perdido. Para ello necesitaba tener contento al joven Thomas, y quien mejor que Inmaculada para aquella misión. El Conde le dio las instrucciones precisas a su hija para que Thomas se sintiera como en su propio hogar. Inmaculada así lo hizo. Thomas se convirtió en su principal atención, no escatimando en cualquier clase de sutilezas femeninas tan elegantes que apenas se apreciaban ante los ojos de un vulgar observador. Era una niña pero se enamoró perdidamente de él. Todas las noches Thomas le leía un relato de Aristóteles o Cicerón. Ella quedaba quieta, presta en sus palabras. El joven Thomas se percató enseguida. También Rodrigo, cuyos celos le hacían romper a llorar cada noche.

Un día Thomas bebió más de lo normal, por lo que enseguida se indispuso y tuvo que subir a su cuarto, el Conde de Guzmán así lo dispuso, e hizo entrar a su hija en el cuarto y le dijo que se metiera en la cama de Thomas. A ella le habían instruido para servir en todo a su familia. La niña obedeció a su padre. El joven Thomas no pudo resistirse a aquella niña de surcos pechos y pecas en las mejillas. La niña apenas se movía, su cuerpo estaba inerte y tiritando. Durante una semana Inmaculada estuvo entrando al cuarto de Thomas semidesnuda sin articular ninguna palabra y expresión, por órdenes de su padre. La niña ni se inmutó, sentía el placer de la complacencia de su padre.

Thomas partió un quince de mayo para Virginia. El Conde le dijo con gesto adusto que dejara aquel asunto de la Independencia bajo su tutela en lo que respectaba a España, pero iba a llevarle mucho tiempo, por lo que tuviera la suficiente paciencia para encontrar la ocasión adecuada a su empresa. Mientras tanto adoctrinaría a su hijo Rodrigo para que guardara sumisión a las órdenes de tal cometido. Thomas complacido marchó inmediatamente.

La niña quedó preñada, con el consentimiento de sus padre. Inmediatamente se la llevaron a España. Doce meses después Carmen de Oleza  supuestamente había dado a luz a una niña que llamaría Eulalia. El Conde de Guzmán seguiría fielmente los pasos de aquella niña, que tanto le serviría a la Corona Española.



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¡Lucía vive, Mario! Clara necesitas descansar. Mario la he visto. Todavía tienes algo de fiebre. Has estado muy enferma. Pronto te pondrás bien. Mañana estará bien ya para continuar con vuestro viaje, dijo María.

miércoles, 16 de agosto de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. XII

A la Luz de un Candil



Clara está delirando. Mario, no está bien. Tienes que tener paciencia, tal vez, en dos o tres días... puede ser que recobre totalmente la consciencia. Gracias María. Ten paciencia Mario, Clara es fuerte y audaz.

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¡Izar velas! Estoy preocupado, este barco está acusando el peso que llevamos en la bodega. Tal vez, si quitáramos algo de peso. Rodrigo ya sabes...
-¡Piratas! ¡Piratas!- No puede ser Sebastián, no puede ser. Por favor, ¡no! Haz que tus hombres lleven este barco a su puerto, cómo acordamos. Ha parado el viento, mi Capitán. Gracias Manuel. Necesitamos más hombres en la cubierta. ¡Nos están alcanzando, mi Capitán!

El barco parecía un transeúnte ebrio a la orilla de un riachuelo. Todo pasó, en un instante. Rodrigo estaba sumido en la desesperación junto al palo mayor del barco. Sus ojos iban perdiendo el reflejo de la aventura que unas horas antes se podía apreciar en su mirada. Todo se torno, negro y oscuro, el calor se hizo insoportable. Tuvo que arrancarse con brusquedad el pañuelo de seda que le asomaba debajo del cuello de la camisa. Se paró a meditar cinco minutos, mientras tanto el Capitán Sebastián no cesaba de dar ordenes a su tripulación. Chillaba desconsoladamente, las imágenes se tornaban en movimientos ralentizados, distorsionados por el calor del sol. Veía acercarse cada vez más la bandera pirata.

-Todavía nos quedan un día para llegar a la bahía de Pensacola, Rodrigo. No sé si lo conseguiremos. Debemos liberar espacio. No entiendo lo que ocultas, pero tiene que ser algo importante, para no dejarme bajar a la bodega.- Nos están disparando, Capitán. Son piratas ingleses. -No me extraña, espero que no lleven la cabeza de Galvez.- Nos están disparando Rodrigo. No tardaran mucho en abordarnos. Es la muerte Rodrigo. -Lo sé, Sebastian.- Rodrigo empezó a sudar, mojando las comisuras de las mangas de su camisa, esbozando una pequeña sonrisa. Sebastian, este mundo no está hecho para patriotas, lo siento. Se escuchó otro disparo de cañón. 

!Capitán, Capitán! -Por favor qué pasa ahora. ¡Qué locura es ésta! No terminó de decir la frase cuando Rodrigo le clavó el puñal en el corazón. Sebastián se le quedó mirando fijamente, y sin mediar palabra cayó muerto al suelo. Rodrigo comenzó a gritar al resto de la tripulación. El barco pirata se acercaba más y más, por lo que ya se podía apreciar nítidamente las personas que iban en él. El barco estaba pintado de un color azul intenso. La tripulación iba vestida de una manera ridícula, con casacas que intentaban imitar el uniforme del ejército inglés. De repente, se escuchó un gran estruendo. El barco pirata se había acercado tanto al barco español, que no pudo virar lo suficiente como para evitar el choque entre ambos. El casco del barco español se vio afectado, por lo que empozó a introducirse agua en la bodega. Rodrigo asustado bajó rápidamente a ella. Al llegar a la puerta, se le cayeron dos veces las llaves. Sus manos temblaban, como las de un anciano a la puertas de una iglesia pidiendo limosna. Al final, pudo lograr templar sus nervios y abrir la puerta. 

¡Salir! ¡Salir! ! ¡He dicho que salgáis! ¡Rápido! De entre los bultos oscuros, empezaron a escucharse ruidos, chasquidos de madera. De repente, las sombras se tornaron en figuras humanas. Uno de ellos dijo: ¡Subimos arriba ya, Rodrigo! -Sí, sube ya.- Empezaron a subir una especie de espectros humanos. Conformen subían y se acercaban a la luz del sol, se les iban distinguiendo sus ropajes. Eran uniformes ingleses. Pareciérase que formaban parte todos ellos del mismo batallón de infantería. El Alferez todavía respiraba en el suelo cuando salió Rodrigo otra vez a cubierta. Su sangre le manchó sus zapatos. Rodrigo hizo un gesto de asco. El capitán del otro barco lo saludó, y gritó: ¡según lo previsto! Rodrigo sonrió. ¿Habéis conseguido el manuscrito de Mason? 
Peter sonrió.


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Lalyam, ¿estás preparada? Sí, podemos iniciar el viaje cuando tú quieras, Claudia. Mamá se te ha caído una de tus muñecas del bolsillo, dijo Horace. ¡Oh! ¡Claro! Gracias. Me quedé ensimismada en un pensamiento extraño. Mi mirada se tornó en una mirada angelical llena de ternura, que brillaba más que nunca. Cogí la muñeca del suelo, y le dí un beso en su mejilla de trapo. Al separar mis labios le hablé con voz de otro mundo, "Sonyansém Irum Tantumdes Izan Muré". Todos callaron de repente, se enmudecieron también los ruidos que provenían del exterior. Apenas podía respirar. Mi inquietud iba creciendo conforme pasaban los segundos y el sonido cada vez se volvía más mudo, hasta que al final Horace sacó una cerilla de su bolsillo y la encendió, utilizando para ello la pared del carruaje. La soplé dándole las gracias a mi hijo. ¿Qué has hecho Lalyam? estabas susurrando algo extraño. Claudia no te preocupes. Estaba rezándole a la Virgen de Guadalupe. ¡Lalyam, por favor! Algunas costumbres debes perderlas. No vuelvas hacer eso en público si no te importa. -Claro, Claudia, disculpa.

Mientras iba en el carruaje camino a Filadelfia, me quedé un momento dormida. Mis ojos cansados vislumbraron cartas y manuscritos que viajaban de un lado para otro. El destino de un manuscrito era el comienzo de una Ley plasmada en un libro gigantesco que yo tenía el deber de cerrar. Tantas historias que me contó mi padre de caballería, que al final sirvieron para que yo comprendiera el sentido y la norma de los que se llaman caballeros. Realmente, todavía no había palpado la naturaleza de esos gentiles hombres buscando la verdad y la justicia a través de sus escritos. En el fondo de mi ser los imaginaba reunidos en torno a una mesa organizando papeles mientras sus mentes suscitaban pensamientos tan brillantes como la luz del fuego a través de una ventana. Mi mente jugaba con sus personajes, tal vez, porque intuía lo que iba a pasar, lo que iba a suceder.

El camino se hizo largo. Paramos varias veces, para repostar y dormir. Patrick nos acompañó un pequeño trecho. Paramos en la casa de una vieja amiga de Claudia. Patrick debía partir esa misma noche. Al despedirnos, Patrick empezó a jugar con mis cabellos, besándome las puntas. Acariciaba mi pecho, de una forma inusual. Suavemente y con delicadeza. Ojos de enamorado algunas veces me parecía verle bajo sus cejas, aunque no lo tenía claro. Era de noche, y al mirar al horizonte la luna me pareció que transmitía una luz tenue distinta a lo habitual. Una luz de fuego, que alumbraba los cabellos de Patrick, dibujando en ellos la divinidad. ¡Qué luna más bonita! pensé yo en varias ocasiones. Patrick me cogió de la cintura y me subió girándome con él para darme un beso, fue un momento tan enternecedor, que por un momento pensé que sí deberían de ser aquellos los ojos de un enamorado, pero al completar su giro y soltarme otra vez al suelo, mi perspectiva cambió, por lo que pude vez con nitidez esa luz, que un instante antes  había causado tal delicia en mi mente, que parecía que me veía reflejada en mí a través del rostro de Patrick a la misma Selene. Era la luz de un enorme candil, colgado en la pared que había situado, que por atares del destino le faltaba una mano de pintura. Al mirarle otra vez a los ojos, ya no supe qué pensar.

Mi mente se llenó otra vez de pensamientos. Ahora me importaba el amor aunque fuera a través de la luz de un candil viejo, sucio y oxidado, nunca antes había querido sentirlo. Destreza con desdén con un poco de sentimiento loco, eso debía de ser en las horas de luna llena en la que la luz de la montaña de los deseos no te dejan ver el prado que se ocultaba bajo sus pies, para no dejarte descansar ni comer. Algo así, pensé yo que debía ser el amor debajo de esa luz de candil a punto de romperse por lo viejo y lo mal cuidados que estaban sus oxidados lados.






sábado, 29 de julio de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. XI


CLARA


Al irse Rodrigo, Clara se quedó invidente ante los hechos que le iban aconteciendo. Durante una semana parecía estar ciega al mundo. No sabía lo que tenía que hacer. Los primeros días se escondió en la habitación de Rodrigo. Se quedaba allí durante horas, tumbada sobre su cama. Algunas veces, se quedaba dormida sobre la ropa de él, por el agotamiento propio del llanto de una amante hija, que no podía dejar de amarlo.

Alarmados, el resto de criados llamaron a Carlos Espín, una especie de albacea que tenía Rodrigo a su cargo. Aquél tenía la obligación de cuidar de ella por órdenes de éste. Se comprometió con Rodrigo a pasarle a Clara una especie de minuta durante su ausencia, para que ésta pudiera llevar a cabo sin ningún tipo de problema el mantenimiento de la Hacienda. Carlos junto con los capataces de la Hacienda se hizo cargo de los negocios de Rodrigo y de las cosechas.

Carlos intentó verla en varias ocasiones, pero ella no quiso. Ella no le abrió nunca la puerta, siempre le hablaba a través de ella, y le decía que se fuera, que no se preocupara, qué ella sabía cuidarse de sí misma, y que pronto todo cambiaría. Clara temía a la ambición de Carlos.   Carlos se apiadó de ella. ¡Pobre necia! le decía. El mundo de la codicia donde se desenvuelve Rodrigo, caerá enseguida sobre ella, cómo red que pesca a su pez. Clara conocía bien a Carlos, sabía que era un sagaz español en busca de su propia fortuna, pero que por ahora le había tocado vivir bajo la sombra de Rodrigo. Tarde o temprano pensaba Carlos, Rodrigo caería ante él abatido por su orgullo, ante sus propias trampas, y ahí estaría él para verlo, para poder abalanzarse sobre los negocios que aquél dejaría pendientes, siendo por fin él, el nuevo gobernador de Campeche.

Al principio, al ver la actitud de Clara, todos los esclavos se asustaron, creyendo que la Hacienda estaba perdida. Pero a las dos semanas, antes de que soplaran los primeros vientos del otoño, Clara se sobrepuso, como si se hubiera obrado un milagro. Salió de la habitación de Rodrigo cerrando la puerta  con llave. Llamó a Juan inmediatamente, un esclavo de la finca, y le dio la llave. Guárdala hasta que llegue el Señor Rodrigo. Bajo ningún pretexto me la devuelvas. Esta llave solamente debe ser entregada al Señor Rodrigo, ¿entiendes?. Juan entendió claramente las intenciones de Clara. Éste era otro esclavo de la confianza de Rodrigo. Tenía 15 años. Rodrigo lo compró cuando él tenía tan sólo tres años. Contaba sólo con un mes de vida cuando lo abandonaron bajo la sombra de un melojo, hecho que le marcaría para el resto de su vida, pues parecía que siempre iba buscando esa misma sombra bajo las huellas de Rodrigo. No hablaba con nadie, tan sólo con él. La llave estaba en buen recaudo, y Clara lo sabía.

Pasaron tres meses, y Clara, no tenía noticias de Rodrigo. Tampoco sabía nada de Mario. En su soledad de mujer, a Clara se le iba marcando la cara. Las ojeras y la piel opaca, no tardaron en aparecer. Su sonrisa se volvió fría y sin vida. Su vida se volvió triste, sin el aliento del animal que te debe ir comiendo. Pero Clara era fuerte, y cada madrugada, se lavaba su larga melena, para limpiar sus penas, y con ese olor agradable de limpieza recibía a la mañana. Y en las noches de más soledad, se acariciaba a si misma el cuello y los brazos hasta caer agotada, recreando en su piel las manos de Rodrigo, buscando aquel placer,  que nunca había llegado a conocer, y que por ahora, tampoco sabía reconocer. Padre y amante, a ella le daba lo mismo. Sólo quería verse tumbada junto a él, pues su mente sólo era capaz de reconocer las caricias de Rodrigo en la intimidad, por lo que sus anhelos no podían ir más allá. Clara en la crueldad de su desesperación aguantaba fielmente a la esperanza, de volver a sentir la alegría de su vida pasada.

Porque la soledad de un hombre no es lo mismo que la soledad de una mujer. El único recurso con el que contaba Clara era con su fortaleza, pues casi todos los divertimientos mortales le estaban prohibidos. Un hombre dada su libertad moral podía ir a un más allá, que ella nunca iba a poder lograr. En casa, encerrada, a la espera de la tan ansiada noticia o visita. Organizar la casa le era fácil. Sólo estaban ella y las criadas. De los esclavos se ocupaba Carlos. Sólo le permitían salir de casa para ir a una pequeña ermita que había en la propia Hacienda. Tampoco ella mostraba interés alguno por salir. Sabía que pronto cambiaría todo.

Un esclavo, el más rebelde, al enterarse de que Clara estaba sola, intentó forzar la puerta de la casa una mañana de domingo aprovechando que todos estaban en misa. Clara siempre salía la última, para asegurarse de que se cerraban todas las puertas, pues era ella la única persona que tenía las llaves de la Hacienda. La esperó en el zaguán semidesnudo y la atacó, pero la rápida intervención de Juan hizo que todo quedara en un experiencia desagradable. Forcejearon hasta tal punto, que sus movimientos asemejaban a los de dos coyotes salvajes arrancándose la piel a mordiscos mutuamente. La fortaleza de Juan era evidente, por lo que en uno de sus mordiscos le arrancó un trozo de brazo al esclavo, dejándole una herida tan profunda que no olvidaría en su vida. Carlos al enterarse del suceso se presentó inmediatamente y ordenó azotar al esclavo cien veces delante de todos.

Una noche de fría tormenta, de relámpagos rotos que hacían las delicias de los asombros de los esclavos, por asemejarse a la belleza que proporciona en el cielo la luz de los fuegos artificiales, llamaron a  la puerta. Tres golpes secos como los grazñidos de un cuervo, marcaron una sentencia.

Las criadas de la casa se asustaron. Clara les dijo que se quedaran en sus habitaciones. Las manos le temblaban, por lo que intentaba sujetárselas ella misma. ¡Abre y no tengas miedo! ¡abre, te lo pido por favor! ¿Quién eres? ¡Abre! pero ¿quién eres? Soy Mario, abre. Clara se quedó estupefacta, por fin, Mario, había vuelto. Su corazón palpitaba tan fuerte, que ensombrecía el ruido del tic-tac del enorme reloj de pie que había a la derecha del recibidor. Rodrigo lo puso allí porque tenía la imprudente manía de mirar la hora cada vez que entraba y salía de la casa.

Clara abrió la puerta cómo gacela que por primera vez se pone en pie. Lo miro a los ojos, y Mario, sin poder evitarlo, se dirigió hacia ella con los brazos extendidos para después abrazarla con tanta fuerza, que le impedía a Clara respirar. Durante un instante Clara creyó morir otra vez, por lo que hizo el ademán de separarse. Sigues tan linda como siempre, pero tus mejillas parecen marchitas. Mario volvió a acercarse a ella y le dio un beso noble en la mejilla izquierda, acariciando con su mano la otra mejilla.

Mario sacó del bolsillo una especie de mapa. Estaba muy emocionado. Tenemos que ir al norte lejano. Rodrigo está en Pensacola, por lo que se ve los Estados Confederados están interesados  en Florida. Quieren quitársela a España definitivamente. ¡Pero México vive Clara¡ vive prácticamente sin la ayuda de España. Mario, hablas cómo si ya México fuera un país distinto a España. Clara, México es ya distinto a España. Para lo único que sirve ésta es para robarnos nuestro oro, nuestros recursos, para poder pagar sus caóticas guerras. Los ingleses tienen un pacto oculto con Francia, y están jugando con España, y mientras tanto los Estados Confederados, se están haciendo fuertes, porque éstos sí que han aprendido de las malas políticas del viejo continente. Se creen que porque nos hayan conquistado vamos a ser como ellos. ¡No! ¡eso sí que no! están equivocados. Sus viejas políticas nunca van a funcionar aquí, porque nuestra sangre es diferente, y no se dan cuenta, de que ellos ya han bebido de ella, al estar bañada esta tierra por nuestra sangre debido a sus matanzas. Enseguida habrá una revuelta. He estado hablando con el padre Hidalgo, y nos apoya. Los gobernantes de Guadalajara, Valladolid, San Luis Potosí, Zacatecas, están enfrentados entre sí, por lo que pronto reinará el caos. Los ingleses están introduciendo su algodón, sus telas, aquí en México para poder comercializar con ellas. La ciudad de Puebla se está viendo resentida. México muere si no nos quitamos el lastre de la Vieja España. Clara, tienes que acompañarme ahora mismo. Pero Mario está lloviendo. Da lo mismo tienes que acompañarme. No preguntes y hazlo. De acuerdo Mario, avisaré a las demás criadas inmediatamente.

Clara dejó ordenes a las criadas de la casa y dispuso a Juan para que avisara a Carlos de que ella se iba a ausentar unos días. Cogió víveres para el camino mientras Mario fue a preparar el caballo de Rodrigo para el viaje, y en tan solo una hora ya estaban partiendo hacia las colinas.  Llovía y la humedad de la noche recalaba en sus huesos. Sus pies estaban enlodados. La dureza del viaje debido a la lluvia hizo que Clara cayera enferma. La fiebre no tardó en aparecer. Aún así continuaron el viaje. La travesía duró tres días, hasta llegar a las colinas altas. Una vez allí aparecieron una especie de horda indígenas que habían escapado de la justicia. Clara cayó del caballo y se quedó tumbada en el suelo. María, una antigua esclava de Rodrigo, a la que todos daban por muerta, fue corriendo a socorrerla. Al día siguiente, Clara pudo abrir los ojos, la niebla invadía sus retinas, pero pudo escuchar cómo la voz dulce de una niña le decía, Clara ¿te encuentras mejor? No te preocupes que yo te voy a cuidar. De repente sintió los labios de la niña en su frente. La besaba una y otra vez, mientras le decía a Clara llorando ¡quiero que me lleves con mi mamá!. A lo que respondió Clara, claro que sí, Lucía, pero no llores más.



Clara se dio cuenta de que la vida y la muerte son la misma cosa en el pico de un cuervo insano, que por volver a ser sano como carne de ojos humanos, para poder ver la esencia de la ternura de una dicha, que está encerrada por su propia tumba, a la que él tendrá que acceder para poder liberarla de tan sosiego desenlace de vida y muerte en la resurrección de su propia carne, y de su propia mente.

¡Lucía no llores más, por favor!










martes, 18 de julio de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. X

CAPITULO X


LA BODA DE JULIE



Nunca una melodía fue tan dulce para mis oídos. La Iglesia de Wilmington se había caracterizado, por tener una buena acústica. Los lazos blancos de los bancos, decorados con encajes amarillos y azules, unidos por arpetones cuya punta era claramente una cabeza de águila, se movían lentamente al compás de los acordes de la música. La orquesta situada en el balcón interior del primer piso, tocaba en ese momento los Menuets de la Suite II y III de Händel. Mi vestido era de color del oro con pequeños detalles azules y negros. De mi pecho sobresalía claramente un colgante de perlas azules turquesa. Patrick me cogió la mano y me dijo: -Lalyam ya están casados, salgamos a la puerta para felicitarles. Julie derrocha el esplendor de la dicha, y Peter estaba insultante de alegría. Lalyam sé que es duro para ti, y que te traerá muchos recuerdos, pero tenemos que salir.- Me quedé mirando al altar atónita, con la mirada perdida. Mi pecho se agitaba, haciendo que el collar disfrutara de los vaivenes de mi respiración.

Hacía quince días que se había celebrado el entierro de mi padre en esa misma Iglesia. Ignacio estaba a la derecha de Patrick, había quedado bajo su protección, tras la muerte de éste. Ignacio estaba muy emocionado, tenía un perfecto acento inglés, aunque su piel lo delataba, pero no dejaba de ser un hermoso joven encantador que hacía las delicias de las quinciañeras americanas. Mis hijos estaban muy emocionados, rápidamente ellos salieron a la puerta para arrojarles unos hilos de chocolate y azúcar, que la noche anterior había preparado Mary.

Julie llevaba un vestido de color crema con puntillitas marrones en sus bordes. Todos quedaron sorprendidos porque su vestido no era blanco. A Peter no le importó ese detalle, pero fue un hecho muy comentado entre las mujeres. Su camino al altar de manos de John Ferry fue como un levitar en las aguas tenues del futuro bienestar que le proporcionarían los brazos de su amado Peter. Los dos estaban muy calmados, no mostraron nervios de ningún tipo. La celebración también fue perfecta. Mary se quedó a cargo de los niños, por lo que yo pude disfrutar de la misma con cierta serenidad. Antes de que se pronunciara el discurso por parte de John Ferry, Patrick me cogió del brazo, y me susurró al odio, que por favor me trasladara aquella misma noche a su habitación. Me comentó que si en la vida social eramos pareja, en la real también debíamos de serlo. Bailamos juntos toda la noche, como si no existiera nadie más en la sala. 

Todos se fueron. Claudia se llevó a los niños a dormir a su casa. Parecía que el destino jugaba de anfitrión. Patrick, se acercó a mí, con intención  de besarme y lo hizo. Después se arrodillo y me susurró con su cabeza en mi vientre, que aunque no pudiera darme un día nupcial, me daría una noche de boda. Y así lo hizo, sólo tuve que quitarme las enaguas. No quiso quitarme el vestido. Mis pechos prácticamente estaban fuera, pues el vestido tenía con un gran escote. Me cogió de la mano y me sacó a un pequeño jardín que teníamos dentro de casa. Me apoyó a un árbol centenario, me subió el vestido, me tapó la boca con su mano, y me hizo sentir el dolor de la vida, cuando sale de su escondite para ir y tocar otra vida distinta, para gritar "Por mí, sólo por mí" para salvarse en su juego. Era más dolor que placer. El placer estaba oculto en mi boca, cuando intentaba morderle su mano. Y así transcurrió mi segunda noche de boda. Entre árboles y arbustos, de pie, temblando por el viento nocturno.

Al día siguiente, Claudia vino a traerme a los niños. Se quedó sólo un rato, pero lo dio tiempo a tomarse un té. Me comentó que se iba a trasladar a Filadelfia para estar con su marido. Me pidió que la acompañara. Le asentí con la cabeza. Se puso muy contenta. Le pregunté por Julie y me dijo que ya había partido de viaje para Inglaterra. El viaje fue un regalo de bodas de Patrick. 

Por la tarde fuimos a pasear por el puerto de Wilmington y nos encontramos con John Waldern. Iba buscando a Patrick desesperadamente. Se apartaron los dos para hablar. Yo me quedé junto con Mary y los niños, pero pude escuchar la conversación. John le decía a Patrick: 

-Creemos que la hemos encontrado. Por fin, tanto tiempo esperando, y al fin...no lo puedo creer. Puede cambiar el rumbo de la historia. Hay que decírselo a Patrick Henry. Sabes lo que supone. -Gritaba como loco- Supone una guerra civil. Cuando se entere James Madison provocará una revuelta en la Asamblea, ya verás.
-Estás seguro Jonh. No podemos dar un paso en falso. Sería conveniente comentárselo al Rey Jorge.
-Ya lo sabe, Patrick. Y le puede ayudar mucho a desestabilizar la unión de las trece colonias.
-¿Qué hacemos? y ¿dónde está?
- La traen de regreso.
-Muy bien. Ahora tenemos que asegurarnos de que todo salga bien. ¿Estás seguro? 
-Sí.
-Mañana mismo partimos para llevarla a Filadelfia, pero tenemos que ser prudentes.
-De acuerdo.



Por lo que pude escuchar, uno de los barcos que se perdieron, justamente cuando por primera vez, desembarcamos mis hijos y yo en Wilmington, llevaba la auténtica Constitución de los Estados Unidos. En ella se proclamaban una serie de derechos que no quedaron recogidos en la actual. Mason redactó una Constitución según los diversas Declaraciones de Derechos que existían en aquella época. Si la auténtica Constitución lograba llegar a tierras americanas, no tardarían en iniciarse las disputas políticas, terminando en una guerra civil. Patrick estaba en una situación muy delicada. El futuro de Estados Unidos estaba en manos de John y Patrick. Todavía no la habían leído pero iba a cambiar radicalmente el paradigma actual.

...continuará



domingo, 16 de julio de 2017

La sonrisa perdida

El teléfono espera una canción.
Nadie lo coge para no escuchar
ninguna versión. Tal vez, tu alma
morena, cambie la melodía, para
escuchar juntos la poesía de la
sonrisa perdida.


Túnica blanca sobre el mar


Túnica blanca sobre el mar, color canela refleja la arena.
Un niño buscando conchas, para decorar la palma de la
mano de la que será su madre. El mar se cansa, el mar
se enfurece dentro de su calma.

Los pies desnudos del
caminante es lo único que sobresale
de su mente, y de su anclaje. Nada tiene más que dar, sólo
el roce del agua con su andar. Mañana será domingo, o tal vez,
domingo de verdad, si la túnica blanca le reluce en su caminar.

Los peces callan, el pan deja de comerse por la mañana.
No hay sol porque no ha salido el calor de la primavera.
El mañana duerme, tarde o temprano, saldrá el verano, o tal vez,
el verano de verdad, con túnicas blancas dejando los pies descansar.